Algo muy grave pasó en el México de 1926 para que 20.000 campesinos dejaran sus familias y se echarán al monte sin dinero, armas y organización militar para hacer la guerra a un ejército de 80.000 hombres, con buenas pagas, profesional y armado hasta los dientes. Un verdadero suicidio. Una revuelta popular que no contó con líderes, ni fue auspiciada por políticos, banqueros o eclesiásticos. Una acción que no recabó ayudas de otros países ni tuvo el apoyo de lobbys o grupos de presión. Un levantamiento que no fue preparado ni pensado con cálculos humanos. Un movimiento espontáneo surgido del pueblo que dijo “¡Basta ya!” a los atropellos continuados del poder político. Una epopeya heroica y desesperada por defender las propias convicciones y creencias católicas, ante unos políticos empeñados en arrasarlas con enseñamiento y mala fe.
Nada de ello se puede entender sin la acción de la masonería, que en México ha sido más transparente e influyente que en ningún otro país, ostentando un amplísimo poder durante más de un siglo. Ya lo decía en Presidente mexicano Portes Gil en 1929: “En México, el Estado y la masonería son una misma cosa”. En aquella época era raro, raro o muy raro que ministros, gobernadores, senadores, diputados u otros cargos de responsabilidad pública no fueran masones. El propio Portes Gil fue Gran Maestre, lo mismo que el Presidente Ortiz Rubio. Y masonería y catolicismo, ya se sabe, son antagónicas. “La lucha es eterna. La lucha se inició hace veinte siglos”, proclamaba en público Portes Gil. Por eso no es de extrañar que desde la independencia de México en 1824 y hasta mediados del siglo veinte, prácticamente todos sus presidentes tuvieran en común una afinidad o pertenencia a la masonería, unido a una feroz legislación anticatólica.
Comienza la persecución religiosa
Al hacerse con el poder el indio zapoteca Benito Juárez en 1855 –que aprendió a leer y escribir gracias a un lego carmelita, e incluso se postuló como novicio-, se da el pistoletazo de salida a la persecución oficial de la Iglesia desde el Estado mexicano. La Constitución de 1857 y las Leyes de Reforma de 1859 son toda una declaración de intenciones: se suprimen las órdenes religiosas, se confiscan los bienes de la Iglesia y se secularizan cementerios, hospitales y centros de caridad. Además, se intenta crear una Iglesia cismática, llamada “Iglesia mexicana”, separada de Roma y de sus obispos, y controlada directamente por el poder político.
A Juárez le sustituye en el poder Lerdo de Tejada (1872-76), que habiendo sido seminarista en su juventud sigue la estela de su predecesor en eso de ensañarse con la Iglesia: expulsa del país a las Hijas de la Caridad que atendían diariamente a más de 15.000 pobres y mendigos, y mantiene con firmeza todas las leyes anticatólicas. Resultado: miles de campesinos se alzan en armas contra el Gobierno por un periodo de tres años. Se les llamó Religioneros, y son los precursores de los Cristeros.
El también ex seminarista Porfirio Díaz se hizo con el poder tras una violenta revolución armada y permaneció en él por un periodo de treinta años (1877-1910). Aunque fue más tolerante con la Iglesia no reformó ninguna ley anticatólica e impulsó una educación de corte antirreligiosa.
El general Venustiano Carranza inicia una nueva revolución que le llevará a la Presidencia de la República (1916-20). Su gobierno destacará por impulsar una nueva persecución contra la Iglesia. Su ejército, de camino al poder, se hace notar por sus tropelías: quema de iglesias, múltiples robos y violaciones, secuestro de sacerdotes y monjas… Según el sacerdote e historiador navarro José María Iraburu “todavía hoy en México carrancear significa robar, y un atropellador es un carrancista”.
Pero lo más curioso del “pontificado” político de Carranza fue la actitud de sus gobernadores con respecto a la religión: imponían en sus Estados unas leyes más propias de Groucho Marx que de un político con un par de dedos de frente. A saber: ningún sacerdote podía administrar legalmente el sacramento de la penitencia, salvo a los moribundos, para lo cual se solicitaba la presencia de un empleado del Gobierno con el fin de que escuchara, junto al sacerdote, la confesión del enfermo, que debía decir sus pecados en voz alta. Más: se prohibía la celebración de la Eucaristía durante la semana y se permitía la del domingo siempre y cuando se dieran una serie de requisitos, siempre subjetivos y a merced del Gobernador de turno. Sin embargo, en los funerales era ilegal oficiar la Misa, así como conservar el agua de las pilas bautismales.
Con Carranza en el poder el Estado mexicano se asienta en su orientación anticristiana al promulgar la Constitución de 1917 que imponía lo siguiente: educación laica obligatoria; reafirmación en la confiscación de todos los bienes de la Iglesia; prohibición de colegios religiosos, obispados, seminarios o conventos, así como la existencia de órdenes religiosas. Estaba prohibido proclamar el Evangelio u oficiar cualquier acto religioso fuera de los templos o de las casas particulares.
El gobierno del General Obregón (1920-24) es continuador de la política de Carranza en su inquina antirreligiosa manteniendo el espíritu y la letra de la Constitución de 1917. Un miembro de su Gabinete tuvo la ocurrencia de poner una bomba al pie del altar de la Virgen de Guadalupe, sin lograr el resultado de que saltará la imagen en mil pedazos –el cuadro quedó milagrosamente intacto-, además de expulsar del país al Delegado apostólico del Papa en México.
“El enemigo número uno de los católicos”
Pero quién da una vuelta más a la tuerca de la persecución religiosa y se abandera como “el enemigo número uno” de los católicos será el general Plutarco Elías Calles (1924-29), más conocido como “Calles”. Reforma el Código Penal en la llamada “Ley Calles 1926” para expulsar a todos los sacerdotes católicos extranjeros y sancionar con multas o penas de cárcel a los que enseñen religión, vistan de sotana o traje talar, y proclamen públicamente el Evangelio. A ello se suma la reinstauración de la Iglesia cismática de México, que controlará directamente Calles.
Al igual que con Carranza, los gobernadores de Estado de Calles estarán prestos a seguir la política antirreligiosa del Presidente instaurando en sus territorios leyes curiosas, como la del gobernador de Tabasco, que exigirá al clero casarse para continuar con su labor pastoral, o la del gobernador de Chiapas, que amenaza con encerrar en cárceles y manicomios a todo sacerdote que no tenga autorización legal para ejercer su función. Fue la gota que derramó el vaso de la paciencia de los obispos mexicanos. De forma unánime, el episcopado publica una Carta Pastoral que era todo un aviso para navegantes: “Trabajaremos para que el Decreto y los artículos antirreligiosos de la Constitución sean reformados. Y no cejaremos hasta verlo conseguido”. La contestación del Presidente Calles tampoco se queda corta: “Nos hemos limitado a hacer cumplir las leyes que existen, una desde el tiempo de la Reforma, hace más de medio siglo, y otra desde 1917… Naturalmente que mi Gobierno no piensa siquiera suavizar las reformas y adicciones al código penal”.
El episcopado replica a las palabras de Calles, y con la autorización del Vaticano, “ordena la suspensión del culto público en toda la República”. Los templos se cierran, se suspenden las Eucaristías y los sagrarios se quedan vacíos… El pueblo se queda sin sacramentos. Calles, encolerizado, ordena la expulsión de doce obispos del país, entre ellos el Arzobispo de México. La tragedia se intuye. El levantamiento popular está cerca…
Un error de percepción del Gobierno de Calles
El mayor error que pudo cometer el Gobierno de Calles fue creer que la Iglesia en México estaba compuesta por beatas, ancianos y niños. Los asesores del Presidente mexicano le convencieron de la debilidad del cuerpo eclesial y de la falta de reacción del pueblo si forzaba a suspender el culto, logrando que los católicos se quedaran sin Eucaristía y sacramentos, y con los templos e iglesias cerrados a cal y canto. ¡Qué gran metedura de pata!
El mexicano de a pie se revolvió contra la enésima cacicada del poder y adoptó rápidamente el grito de “¡Viva Cristo Rey!” como santo y seña de un malestar que tocaba a lo más íntimo de su ser. De forma espontánea, los tenderos colocan a la entrada de sus establecimientos carteles con el rótulo de ¡Viva Cristo Rey!, en claro desafío hacia el poder, y muchas familias hacen lo propio en sus balcones…
El ambiente se caldea y los asesinatos selectivos llaman a la puerta. A un anciano de la ciudad de Puebla le vuelan la cabeza por el grave delito de poner a la entrada de su tienda el citado lema “subversivo”. En Chachihuites, al párroco y a otros tres seglares les dan el paseo reglamentario. Muchos campesinos intuyen lo que se avecina y comienzan a recolectar hachas, machetes y viejas escopetas para alzarse en armas contra un ejército de 80.000 hombres, perfectamente jerarquizado y con abundante munición. Una locura. Entre agosto y diciembre de 1926 se producirán 64 alzamientos armados, sin conexión alguna entre ellos; todo espontáneo.
Poco a poco se crea un movimiento cristero algo más organizado que llegará a contar con 30.000 hombres. Sin dinero ni armas, los campesinos cristeros, con una estrategia de guerra de guerrillas, van arrinconando al ejército de Calles y se hacen fuertes en buena parte del país.
La Iglesia ante el alzamiento armado
Pero, ¿y qué posición adopta la Iglesia ante alzamiento armado de estos católicos campesinos? El episcopado mexicano declara de forma unánime que “el movimiento cristero es lícito, laudable, meritorio y de legítima defensa armada”. Los obispos dejan claro que no tienen nada que ver con el alzamiento armado, pero, a su vez, manifiestan que “hay circunstancias en la vida de los pueblos en que es lícito a los ciudadanos defender por las armas los derechos legítimos que en vano han procurado poner a salvo por medios pacíficos”.
El movimiento cristero se consolida y a mediados de 1928 alcanza la cifra de 25.000 hombres medianamente armados. “No podían ser vencidos –escribirá el historiador Meyer-, lo cual constituía una gran victoria; pero el Gobierno, sostenido por la fuerza norteamericana, no parecía a punto de caer”. El mismo parecer tiene el sacerdote e historiador navarro José María Iraburu: “A mediados de 1929 se veía claramente que, al menos a corto plazo, ni unos ni otros podían vencer. Sin embargo, en este empate había una gran diferencia: en tanto que los cristeros estaban dispuestos a seguir luchando el tiempo que fuera necesario hasta obtener la derogación de las leyes que perseguían a la Iglesia, el Gobierno, viéndose en bancarrota tanto en economía como en prestigio ante las naciones, tenía extremada urgencia de terminar el conflicto cuanto antes. Eran, pues, éstas unas favorables condiciones para negociar el reconocimiento de los derechos de la Iglesia…”.
Ante esta situación se abre un debate en el episcopado mexicano sobre la licitud o no de seguir amparando moralmente al movimiento cristero. Los obispos ya habían considerado que la rebelión armada de los campesinos era lícita al “haber respondido a una causa grave y haberse agotado todos los medios pacíficos”. Sin embargo, una parte sustancial de los prelados consideran que la doctrina tradicional de la Iglesia señala también que la rebelión armada, transcurridos ya tres años de guerra, no podía considerarse aceptable “si la violencia empleada produce males mayores que los que se pretenden remediar, y que el alzamiento armado no tuviera probabilidades de éxito”.
Los “arreglos” entre la Iglesia y el Gobierno
Así las cosas, la Santa Sede decide intervenir señalando que “los obispos deben abstenerse de apoyar la acción armada de los cristeros y permanecer fuera de todo partido político”. A continuación, nombra a una comisión para que negocie con el Gobierno el fin de la guerra. Encabezada por monseñor Ruiz y Flores, estaba compuesta por el obispo Díaz y Barreto, probablemente el único obispo mexicano que había mostrado un decidido empeño en pactar con el Gobierno. Como asesores se encontraban el sacerdote estadounidense Parsons y el padre jesuita Walsh.
Para sorpresa de todos, la comisión eclesial encargada de negociar, contraviniendo las instrucciones dadas por el Vaticano, prescinde de la opinión y consejo del episcopado mexicano, así como de los líderes cristeros. Resultado: los representantes de la Iglesia llegan a un acuerdo con el Gobierno para poner fin a la guerra cristera, sin lograr que los políticos derogaran las leyes vigentes que habían provocado el alzamiento armado, y sin obtener garantías escritas para salvaguardar la vida de los cristeros. ¿Qué logró la Iglesia a cambio? Poco, muy poco. Tan sólo “arrancó” de los gobernantes unas vagas palabras de conciliación y buena amistad, y que se aplicarán las leyes vigentes “sin tendencia sectaria y sin perjuicio alguno”. Muchos se preguntaron, ¿para eso han muerto 30.000 cristeros?
Nueva represión gubernamental
El jefe supremo de los cristeros, el general Jesús Degollado Guízar, como fiel hijo de la Iglesia, obedeció las instrucciones de los prelados y mandó desarbolar el movimiento armado, licenciando a sus tropas con un último discurso: “La Guardia Nacional (cristeros) desaparece, no vencida por nuestros enemigos, sino, en realidad, abandonada por aquellos que debían recibir, los primeros, el fruto valioso de sus sacrificios y abnegación. ¡Ave, Cristo! Los que por Ti vamos a la humillación, al destierro, tal vez a la muerte gloriosa, víctimas de nuestros enemigos, con el más fervoroso de nuestros amores, te saludamos y, una vez más, te aclamamos: Rey de nuestra Patria. ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva Santa María de Guadalupe! Dios, Patria y Libertad”. Eran palabras premonitorias. A los pocos días se iniciaba la represión contra los cristeros. En unos meses 1.500 serían asesinados fríamente, de los cuáles 500 ostentaban el rango de teniente al de general. Murieron más líderes cristeros tras la firma de los famosos “arreglos” que en los combates.
“Nos engañaron”, declarará con amargura el obispo Díaz años más tarde. Y monseñor Ruiz y Flores, firmante del acuerdo, “lloró de verdad cuando se vio burlado, cuando miró el fracaso de aquellos Arreglos”, cuenta el padre Ochoa. “Yo mismo he visto llorar al Papa Pío XI –escribirá el cardenal Boggiani– cuando trata el asunto de los arreglos en México”.
El movimiento cristero llega a su fin. Se cerraba así una de las páginas más gloriosas e idealistas del siglo pasado. Miles de hombres, unidos a sus familias, con mucho que perder y poco que ganar, se habían alzado en armas contra un régimen totalitario para defender su fe cristiana, conscientes de que hacían la voluntad de Dios. Habían desafiado la muerte, la persecución y la pobreza por un ideal. ¿Valió la pena? El México de hoy, sobre todo a nivel eclesial y político, no se puede entender sin el alzamiento de los cristeros.
Álex Rosal
Publicado en la revista Chesterton
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